El 7 de agosto de este año 2022, Felipe VI asistió en Bogotá a la toma de posesión de Gustavo Petro como presidente de la República de Colombia. Quien hizo llegar la espada de Bolívar, escoltada por la vistosa guardia presidencial, a los estrados de la tribuna donde se celebraba ese importante acto.
Ese símbolo es muy importante y querido para todos los pueblos iberoamericanos. Encarna la emancipación latinoamericana del yugo del imperio español. Además, tiene un alto valor republicano, pues significa la derrota definitiva del ejército del reaccionario monarca Fernando VII de Borbón en los campos de batalla americanos.
Ante el paso del sable bolivariano, todos los jefes de Estado y de Gobierno allí presentes, de las más variadas tendencias políticas (hay que recordarlo), se pusieron en pie como muestra de respeto y buen entendimiento de lo que esa acción representaba. Todos menos Felipe VI de Borbón, rey y jefe del Estado del Reino de España.
Como mínimo, esa conducta borbónica es una grosería, un acto propio de seres maleducados. Por otro lado, refleja que ese rey prescinde de los sentimientos y la sensibilidad de gran parte de las sociedades iberoamericanas y, por supuesto, de las personas allí congregadas. Si no le gustaba o no entendía esa parte del protocolo, podía haber usado el sentido común y rememorado aquello tan sabio de “donde quiera fueres haz lo que vieres”. Podía haberse comportado como los cargos institucionales ateos o agnósticos que tienen que asistir a un funeral católico o de cualquier otra religión. A los que se les exige, y así lo cumplen, guardar las decorosas formas.
Pero claro que entendía, demasiado, a qué venía la presencia del arma bolivariana envainada, con republicana escolta uniformada, en esa toma presidencial de posesión. Su sentada bogotana era una manera despectiva de manifestar el borbónico rechazo y así lo entendieron casi todos los medios de comunicación. Posición que, dicho sea de paso, no favorece, sino que perjudica, el impulso de la diplomacia del Estado español en Iberoamérica.
Esto pone de manifiesto un problema constitucional de la máxima envergadura: ¿a quién representa este rey y jefe del Estado? Desde luego, no a quienes sabemos la relevancia de Simón Bolívar en la historia del mundo contemporáneo. El libertador cambió el atlas del planeta tierra y Panamá, Ecuador, Venezuela, la propia Colombia, Perú, Bolivia, no son sino productos del buen empleo de su espada y de aquella primigenia Gran Colombia ideada por él mismo. No se trata de analizar ahora los méritos de El libertador, pero no se ha de olvidar su carácter abolicionista de la esclavitud, desde sus primeros pasos políticos a los últimos de su vida, ni su lucha decidida contra el inhumano tráfico de personas negras africanas. Muchos años antes que Abraham Lincoln y que el imperio español, que tardó, para vergüenza propia y ajena, hasta liberar en 1886 a los últimos veinte mil esclavos negros de la isla de Cuba.
Pero no perdamos de vista el grave problema constitucional aquí formulado: ¿a quién representa Felipe VI como jefe del Estado? Ya lo ha criticado alguna vez, con buen sentido a propósito de la confrontación de Felipe VI con el independentismo catalán, Javier Pérez Royo: el jefe del Estado no debe realizar actos políticos en los que no se sientan integrados sectores importantes de la ciudadanía. No debe hacer política de partido o facción. Y su sentada bogotana aquí denunciada revela que sí la ha hecho. ¿Por qué? ¿No tiene asesores culturales? Los ha tenido y de alta calidad, como su preceptora Carmen Iglesias, autora del excelente trabajo histórico No siempre lo peor es cierto. Pero el “signo de esta época”, que diría el periodista catalán Enric Juliana, es el progresivo camino internacional hacia la ultraderecha y sus iliberales tendencias golpistas como las de Trump.
Debería aprender Felipe VI de la fallecida Isabel II de Inglaterra. No se nos oculta que esta multimillonaria coronada y cursi hizo todo lo que pudo en pro del imperialismo británico y el mantenimiento de las colonias. Pero en lo que toca al Reino Unido, como jefa del Estado, tuvo el máximo cuidado para tratar de integrar y respetar todas sus sensibilidades. Lo hizo con el independentismo escocés, sus referéndums y sus aspiraciones. También lo realizó, operación más que difícil, en Irlanda; y, lo que últimamente se ha recordado, estrechó la mano, ya lograda e institucionalizada la paz, de uno de los comandantes del IRA y hoy relevante político del Sin Feinn. Lo que fue fotografiado de modo conveniente. Y a lo que vamos: ¿se imagina alguien a Felipe VI cuando estrechase su mano con la de Arnaldo Otegi? O, más fácil, ¿una fotografía del jefe del Estado con los muy legales diputados de Bildu presentes en el Parlamento español? He ahí la diferencia entre lo civilizado y la barbarie de lo incívico.
Porque resulta en definitiva que la actual monarquía española es bien poco constitucional, porque no une sino que divide; división que impulsa no sólo en la península ibérica sino también, como hemos visto, en América Latina.
Fuente: noticias de Navarra
Publicado por AiSUR
Premio Nacional de Periodismo Necesario Anibal Nazoa 2020