Regresar a La Paz, Bolivia, después del golpe de Estado del pasado noviembre fue como regresar a la escena de un crimen. Desde que el presidente boliviano Evo Morales fue destituido del poder la presidenta interina de derechas Jeanine Áñez ha liderado el país con puño de hierro.
La represión estatal lanzada inmediatamente después del golpe dejó decenas de muertos a la vez que el Gobierno arrojaba enemigos políticos tras las rejas. La administración de Áñez, que utiliza ahora la pandemia como pretexto para nuevas medidas represivas contra la disidencia, forma parte del avance de la derecha por toda América.
Los feroces conflictos que siguieron a las elecciones del 20 de octubre habían dejado su huella en la ciudad cuando la visité en marzo. Las intersecciones habían quedado marcadas por las hogueras de las barricadas. Por toda La Paz los grafitis denunciaban a la “asesina Áñez”. Una sensación general de miedo flotaba en el aire. Los rumores sobre la vigilancia del Gobierno y los arrestos políticos corrían desenfrenados. La vida cotidiana continuaba como de costumbre con los atascos de tráfico bajo el sol mientras la violencia estatal se desparramaba entre las sombras.
Una mañana cogí el teleférico de la ciudad a El Alto para reunirme con el periodista Julio Mamani. Pasé junto a cientos de mineros que marchaban hacia La Paz desde El Alto, con sus cascos brillando al sol y sus gritos mezclados con las bocinas de los autobuses. Más arriba se congregaban las participantes en una marcha de mujeres, vistiendo pañuelos verdes y denunciando a Morales y Áñez por el aumento de los feminicidios.
Mamani comparó el gobierno de Áñez con los anteriores dictadores bolivianos. “Fui testigo de la Masacre de Todos Santos del general Busch en 1979. Ahora [la represión estatal] es más sofisticada. No van a perseguirte de la misma manera. Usan otras formas, y ahora ejercen la intimidación”.
“Lo considero como una especie de venganza”, dijo.
El país llegó a este momento debido a los esfuerzos coordinados de la derecha. Pero fueron muchos los distintos elementos que convergieron para derrocar a uno de los presidentes más populares de la historia boliviana.
El presidente Morales y el partido Movimiento al Socialismo (MAS) gobernaron el país durante 14 años. Durante ese tiempo el MAS redujo drásticamente la pobreza, usó fondos de la vasta riqueza de recursos naturales de Bolivia para programas sociales populares y ejerció soberanía económica y política frente al imperialismo estadounidense y el capitalismo global. Los pobres rurales indígenas se beneficiaron enormemente de este proyecto político y es de este sector del que el MAS obtuvo su base de apoyos.
Pero a los ojos de la derecha racista de Bolivia esto era un crimen. Querían recuperar su poder y sus ganancias.
Determinadas actuaciones y políticas negativas del gobierno del MAS durante estos años en el poder también contribuyeron a su propia crisis de legitimidad en el período previo a las elecciones de octubre de 2019. Las críticas de la izquierda y varios movimientos se han estado dirigiendo durante años contra el Gobierno del MAS debido al aumento de la violencia contra las mujeres, a los aspectos nocivos de la profundización del extractivismo, a cómo se trataron los incendios masivos del año pasado en el país y a la corrupción estatal y los abusos de poder.
“Para comprender lo que está sucediendo en estos momentos en Bolivia es fundamental comprender también el proceso de mayor división y degradación que sufrieron los movimientos sociales durante el mandato de Evo Morales”, escribió la socióloga e historiadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui en noviembre del año pasado. “Los movimientos que inicialmente eran la base de apoyo del presidente quedaron divididos y degradados por una izquierda que solo iba a permitir una única posibilidad y no aceptaba la autonomía”.
Tales críticas y problemas se fueron acumulando a lo largo de los años, llegándose a un punto de ruptura cuando Morales ignoró los resultados de un referéndum de 2016 en el que la mayoría de la población votó en contra de permitirle postularse nuevamente para presidente en 2019. En el período previo a las elecciones del 20 de octubre de 2019 el MAS y Morales ya estaban sumidos en una crisis de legitimidad que les convertía en un blanco más fácil para la derecha, que había estado consolidando fuerzas y capitalizando sus errores.
Mientras tanto la oposición promovió una narrativa sobre la probabilidad de fraude en las semanas previas a las elecciones. El tema del fraude durante las elecciones del 20 de octubre, que señalaba que Morales había conseguido otro mandato, ha sido ampliamente debatido e investigado. Muchas de las personas con las que hablé en La Paz en marzo no creían que el MAS hubiera cometido un fraude “monumental”, como afirmaba la oposición, sino que se había producido un nivel bajo de irregularidades “típico”. Independientemente del alcance o la existencia del fraude la Organización de Estados Americanos arrojó estratégicamente más leña al fuego durante un momento crítico de la crisis de octubre con sus primeras afirmaciones de fraude, empujando al país a la violencia.
Tras las elecciones los manifestantes contra Morales se aliaron con el líder derechista Fernando Camacho y otras figuras racistas, fomentando la desestabilización y la violencia en el país en un esfuerzo para obligar a Morales a dejar el cargo. Estos esfuerzos finalmente crearon el pretexto para una intervención policial y militar en nombre del orden, que fue exactamente lo que sucedió. El 8 de noviembre la policía de todo el país se amotinó contra el Gobierno y los militares “sugiriendo” a Morales que renunciara, lo que llevó a cabo el 10 de noviembre.
Dentro de este clima de violencia y amenazas, Morales y otros líderes del MAS se vieron obligados a huir o esconderse. Temiendo por su vida, Morales dejó el país hacia México el 10 de noviembre. La derecha, después de haber planeado la toma del Gobierno, aprovechó el vacío de poder y asumió el cargo con la crucial bendición de las fuerzas armadas bolivianas y la embajada de Estados Unidos.
La senadora derechista Jeanine Áñez se declaró presidenta el 12 de noviembre frente a un Congreso vacío. La forma de celebrar su toma del poder fue blandiendo una biblia enorme. “La Biblia ha regresado al palacio de gobierno”, declaró. “Me comprometo a devolver la democracia y la tranquilidad al país”. Días después la represión estatal mataba a más de una docena de manifestantes y transeúntes desarmados en Senkata y Sacaba, zonas clave de resistencia al régimen golpista.
Varios elementos contribuyeron al golpe, desde la crisis de legitimidad del MAS hasta el resurgimiento y las manipulaciones de la derecha boliviana. Sin embargo, el golpe no habría tenido éxito sin el apoyo de la policía, el ejército y la embajada de Estados Unidos.
Tras la toma del poder de Áñez Bolivia ha sufrido la peor violencia estatal y persecución política que se habían visto en décadas.
“Están criminalizando la protesta social y los líderes sociales, todos están bajo severas investigaciones”, me explicó el periodista boliviano Fernando Molina en un café de La Paz. “Si se descubre que están vinculados a Evo Morales, son detenidos e investigados. Esta sociedad fascista usa la justicia para que sus linchamientos no parezcan demasiado vulgares, sino más institucionales. Es un desastre para los derechos humanos”.
“Hay una especie de ‘bolsonarización’ de Bolivia”, explicó Molina, refiriéndose al presidente de extrema derecha de Brasil, Bolsonaro. “Es la versión latinoamericana de la derecha alternativa en Estados Unidos, el trumpismo”.
El golpe y el gobierno de Áñez empoderaron este movimiento. “En general”, dijo, “veo un movimiento de derechas, antiinstitucional, antipartidista, proarmamento, pro-Trump, católico o evangélico, como en el caso de Áñez, también de Camacho, el líder de Santa Cruz, y de los movimientos antihomosexuales, antifeministas, estos grupos son muy poderosos y se han consolidado con esas acciones”.
El gobierno de Áñez amenaza con hacer retroceder las principales políticas progresistas del MAS, así como las victorias ganadas en las calles por los amplios movimientos sociales, laborales e indígenas de Bolivia.
El golpe de Estado no es solo contra el Estado y el Gobierno, sino también contra las organizaciones del movimiento social”, explicó la activista feminista aymara Adriana Guzmán en noviembre pasado.
“Lo que perdemos es la posibilidad de sacar adelante este proceso de transformación junto con el Estado”, dijo Guzmán. “Pero no perdemos la esperanza. No perdemos la convicción, no perdemos nuestros sueños, no perdemos la urgencia de hacer posible otro mundo. Es mucho más difícil en un Estado fascista, pero continuaremos luchando por ello”.