Para los lectores del Centro de Saberes Africanos, Americanos y Caribeños, AiSUR ofrece, en el cumpleaños del insigne novelita venezolano Rómulo Gallegos (02 de agosto de 1884 - 05 de abril de 1969), su obra Pobre Negro, la cual podrán bajar gratuitamente de nuestro Fondo Documental. Para aquellas personas que no conocen esta obra, abientada en la cruenta esclavitud venezolana, y en los paisajes de Barlovento, le ofrecemos el siguiente fragmento:
La revelación
Que bien estuvieran así el señor y el siervo, fueron condescendencias del poeta con el vencido; pero entre las ruinas aún quedaba algo en pie para el hombre capaz de la obra útil.
Por una parte, la del pensamiento: el libro. Antes de que el tremendo mal desatase todas sus fuerzas devastadoras, quizá dábale tiempo eficazmente dedicable a la actividad del intelecto y alguna luz podrían arrojar sus escritos sobre el nebuloso campo por donde se perdían los caminos de la joven Patria. Obra precaria sería ahora, pero mientras su espíritu conservase energías lúcidas, a ella debía consagrárselas.
Por otra parte, un campo de acción directa, pequeño, humilde, pero laborable. Los esclavos de su casa disfrutaban de unas condiciones de vida más tolerables que las antiguas, hasta los tiempos de su abuelo Carlos Alcorta y su capataz Mindonga, gracias a la influencia de las leyes que venían aminorando los horrores de la esclavitud, y en particular al humanitario trato de la bondad de don Fermín; pero si ya no estaban sometidos a la férula humillante de los capataces ni a la deprimente convivencia del repartimiento, aún carecían, así en lo material como en lo espiritual, de cuanto pudiese constituir una forma de existencia realmente humana. Privados de economía propia, analfabetos y envilecidos por el hábito secular de la sumisión, eran todavía los parias. Había que incorporarlos a la vida responsable, creándoles fuentes de subsistencia independiente y preparándolos para la actividad civil y la participación en la cultura, tanto más cuanto que ya la idea de la abolición de la esclavitud se cernía en el ambiente político.
Y Cecilio, ya con su plan, así se lo expuso a don Fermín:
—En La Fundación hay tierras apropiadas para el cultivo de frutos menores que no están utilizándose de una manera eficaz. Démoselas a los esclavos, en medianería, para comenzar, a fin de crearles, junto con el hábito del trabajo responsable, una fuente de economía individual.
—¿Y el cacao? –objetó don Fermín.
—Continuará siendo exclusivamente nuestro y ellos en la obligación de atenderle, pero reglamentaremos la distribución del tiempo, de modo que también les alcance para lo propio, bien entendido que del producto de esto último podrán ellos disponer libremente, en metálico.
—¡En metálico! ¿Pero no te has detenido a preguntar cuál será el uso que el esclavo hará de ese dinero?
—Al principio, el más perjudicial para sí mismo. Ya lo sé. Pero junto con eso les iremos dando también ideas, que les formen hábitos provechosos.
—¡Ideas! ¡Válganos Dios! ¡Esto sí no me lo esperaba! ¡Ideas en la cabeza del negro! Y Cecilio, elevando el tono:
—¿Hasta cuándo se empeñarán ustedes en cerrar los ojos ante un hecho fatal? Nuestro negro es una raza en marcha, pero no un forastero de paso por nuestro suelo y si mal hicieron los que lo trasplantaron del propio, peor hacemos no cultivándolo como una planta ya nuestra. Aquí se reproduce, todavía con su alma intacta, pero también se mezcla, y es así como el cuerpo de la nación va digiriéndolo; mas hay que incorporarlo también al alma nacional, dándole parte en el patrimonio común de la cultura. Además, ¿no tendremos los blancos algo que agradecerle al negro? Ellos nos cultivan la tierra y nos explotan la mina; ellas nos sazonan la comida, nos dan la leche de sus pechos cuando a los de nuestras madres les falta, nos sirven y nos cuidan amorosamente, y de niños nos duermen con el cuento ingenuo, por donde empieza la formación de nuestra alma.
Y como esto ya había sido soltar el chorro, don Fermín no necesitó más para acceder:
—¡Bueno, bueno! Haz lo que te parezca, que yo no soy quién para enmendarte la plana. Puesto a la obra, pero comenzando por la escuela, natural principio, al día siguiente ya estaba funcionando una donde antes fue dormitorio común de los hombres en el caserón del repartimiento. De párvulos, durante el día, al cuidado de Luisana, que con entusiasmo acogió la idea porque así se ensanchaba más su mundo interior, y de adultos por las noches, a las primeras horas, atendida por Cecilio.
En un principio hubo resistencia a regañadientes:
—¿Y los velorios de cruz? Pero luego todos convinieron en que para décimas y fulías era suficiente con las de sábados y domingos, pues también daba gusto sentarse en los bancos de aquella escuela, cruzar los brazos, como los propios niños y quedarse boquiabiertos oyendo al Buen Amito, que hablaba tan sabroso, todo entendiéndosele, sin embargo y de lo mucho sabido ya les había prometido enseñarles cuanto ellos necesitaban para convertirse en seres humanos, propiamente.
Mas no tardaron en aparecer cizañas en el campo del sembrador nocturno. Desfallecieron los más entusiastas, incluso Juan Coromoto, que tanto necesitaba de letras para sus décimas, habiendo dicho ya que así no tendría que conservarlas todas en la memoria, y a las puertas de la escuela runruneaban conversaciones que se interrumpían cuando se acercaba el maestro.
Y no pararon aquí las cosas, sino que, pasando a los hechos, una mañana recibió Luisana a don Fermín con esta noticia:
—Estamos sin servicio, porque muy temprano hubo aquí una revolucioncita.
—¿Dónde, hija?
—En casa. La esclavita María de la O que amaneció alzada y brincó la pared del corral, arrastrando consigo a la Benicia y a la Damianita. La María de la O decía a gritos algo de papeles de venta.
—¡La escuela, la escuela! –repuso don Fermín.
—Pero si precisamente la causa del alzamiento parece haber sido el no querer asistir a la escuela...
—¡Claro! Aunque parezca turbio.
Como era cosa de agradecer y de eso no entiende mucho el negro...
—Eso hay que enseñarle también –completó Cecilio, que en ese momento salía de su habitación al encuentro del padre.
Sonrió éste complacidamente, y dijo:
—Ya me quitó la palabra y la gana.
Siempre habrá de decir él la última y la más razonable en toda cuestión.
Pero ya se le alcanzaba a Cecilio quién podía ser el sembrador de cizañas, y una de aquellas tardes, paseando por los callejones de la hacienda, con el plan de su libro en el pensamiento, se lo tropezó de camino.
—¡Hola, Pedro Miguel! –díjole, deteniéndose–. Si no es así no habría podido echarte encima el saludo.
Dio vagas excusas, sin mirarlo a la cara, y como habló de prisa, a fin de que no se prolongase demasiado el encuentro, Cecilio repuso:
—Ya advertí que apresuraste el paso al verme; pero deja esas prisas para cuando se te pueda creer que realmente las llevas y acompáñame un rato.
Deseaba verte y ahora tengo además algunas preguntas que hacerte.
—¿No podrá aplazarlas para otra ocasión? –le replicó, abandonando la táctica fracasada de fingir, ya dispuesto a decir las cosas tal como las sentía.
—No. A ésta, especialmente, la pintan calva. Vente conmigo.
—Es que yo preferiría seguir mi camino solo.
—Ya te lo creo. Pero quien tiene cuentas por rendir no puede pasar de largo sin exponerse a que se le juzgue cobarde.
Pedro Miguel alzó rápidamente la cabeza y lo miró a los ojos, y Cecilio aprobó:
—¡Así! Así me agrada hallarte:
dando la cara.
—Nunca ha sido costumbre mía otra cosa y creí que usted lo supiera.
—¡Tantos años tenemos sin vernos ni entendernos que no sería extraño que ignorase tus costumbres! Pero como ya esas preguntas se las hice a José Trinidad y él me dio buena razón de ti, empiezo por esta otra. ¿Qué te propones al atravesárteme en el camino? Con un movimiento maquinal, revelador de aplomo perdido, Pedro Miguel se hizo a un lado y Cecilio prosiguió:
—Me refiero a tus prédicas entre los esclavos. Ya sé que tergiversando mis propósitos, te has propuesto sembrar en el ánimo de ellos la desconfianza y el recelo. Les has dicho que al ofrecerles tierras en medianería, para que se beneficien libremente con el producto de sus cultivos, no estoy buscando sino la manera de eludir la obligación de mantenerlos.
—¿Quién le ha soplado eso? Cecilio lo miró un momento en silencio y luego replicó:
—Podría responderte que eso de preguntas, para cuando yo haya concluido con las mías; mas como no quiero que te imagines traicionado por tus amigos, te explicaré. Lo he descubierto por mí mismo, de palabras sueltas llegadas a mis oídos y de preguntas reticentes que se me han hecho.
Tus argumentos, como comprenderás, fácil me sería rebatirlos, pero aun reconociéndote habilidad, no puedo felicitarte por el éxito que vas obteniendo, y, por otra parte, no quiero que por mí descubran los interesados que el malintencionado eres tú.
—¿Yo? –protestó Pedro Miguel.
Y Cecilio, sin interrumpirse:
—Podría también pedirte cuentas del juicio calumnioso o simplemente temerario que has hecho de mis intenciones, pues ya deberías conocerme bien; pero eso no importa. Lo grave, lo verdaderamente grave, es que por ignorancia o por obcecación, te constituyas en traidor de la causa que pretendes defender. Esa gente tiene puesta en ti toda su confianza, y tú abusas de ella al fomentarles rencores, sin ofrecerles soluciones de sus problemas. De cosas, que hasta ahora vienen siendo, yo me propongo elevarlos a la categoría de personas y tú, en vez de colaborar conmigo, tratas de enajenarme su voluntad, volviéndomelos recelosos. Y he aquí mi segunda pregunta: ¿Cuáles son tus planes? ¿Qué les ofreces a esa gente, en cambio de lo que me impides darles? Bien sé que no les doy todo lo que ellos necesitan y tienen derecho a reclamar; pero más no está a mi alcance por el momento, y de todos modos, algo es ya. En cambio, tú: ¿La rebeldía? ¿Sinplemente la rebeldía?
—No me acose tanto –protestó el otro, cuyo rostro ya se volvía colérico–. Usted se vale de su labia para acosarme a preguntas, sabiendo que no se las puedo contestar así como así.
—Quien acosa eres tú y tú mismo el acosado. Lo que hay en ti de generoso contra lo que se resiste a serlo.
—¿Qué culpa tengo de no saber lo que usted sabe, le preguntaría yo ahora?
—Y ya empezarías a tener razón.
—Pues para seguir teniéndola, dígame ahora si usted en mi caso, no en palabras, sino con mi carne y mis huesos, tal y quienes me echaron al mundo, y como por fuerza he tenido que ser, no estaría también predicando lo que yo predico, a mi manera. Que otra no puede ser la mía, sino la que ha querido la vida que me han dado y yo he llevado. ¡A ver si no estaría usted diciéndole al descamisado: "Con el mantuano no hay ajuste por las buenas!" Cecilio volvió a quedarse mirándolo en silencio, pero esta vez más ahincadamente. Y luego, con una decisión ya madurada:
—¿Tal y quienes te echaron al mundo?
—No es que yo me avergüence de ellos, ni que de ellos tenga que quejarme tampoco, sino por lo contrario.
Y de pronto, encarándosele inquisitivamente:
—¿Pero por qué los ha mentado usted?
—No he hecho sino recoger palabras tuyas. "Tal y quienes me echaron al mundo", dijiste.
—Bien. ¿Y qué? Cecilio lo vio palidecer, pero insistió en su determinación tomada:
—¿Sabes quiénes fueron, Pedro Miguel?
—¡Esa pregunta!...
—Tal vez no haya hecho yo sino ayudarte a darle forma precisa a la que no te has atrevido a hacerte en presencia de ciertas cosas. Pero como de la mentira no medran sino las malicias, y en este caso, muy especialmente, tus tormentas espirituales, ya es hora de que conozcas la verdad. Tú eres hijo de Ana Julia Alcorta, hermana de mi padre.
La conmoción fue violenta, no siendo todo sorpresa, pues replicó interrogando, entrecortada la voz:
—Y de un esclavo, ¿verdad? Cecilio asintió con ademán afirmativo, y luego:
—¿Lo sospechabas?... Ya me lo esperaba yo,
—Lo sentía... Lo... ¡Qué sé yo lo que me pasaba con eso! Ni tampoco lo que ahora me sucede.
—Comprendo. Sentías la mentira que te rodeaba y eso te envenenaba la vida. Oye ahora, con calma, la historia real y completa.
Se la refirió con todos los pormenores con que a él se la contara Cecilio el viejo, y Pedro Miguel la oyó, escuchando, a la vez, una voz lejana que en su interior resonaba:"Esta era una niña bonita, muy blanca, muy dulce, muy buena..." Terminó el relato, hizo una pausa el narrador, y luego interrogó:
—¿Y ahora, Pedro Miguel?
—Ahora déjeme que me vaya solo.
Usted habrá querido hacerme un bien, porque, la verdad sea dicha, hasta ahora sus intenciones siempre han sido buenas para conmigo, mas por el momento no me parece sino que me ha causado el mayor mal que estaba a su alcance. Yo tenía un odio de toda mi vida infundado según me decían los viejos Gomárez, aparte lo de una marca que mucho tiempo llevé en la cara, pero estaba a gusto con él. Ahora podría decir que era un rencor contra el mantuano que arrenegó de mí; pero eso no sería nada nuevo, si a ver vamos. Lo grave, dicho sea con palabras suyas de hace poco,es que ahora no sé si serán dos rencores, por mengua de uno, los que tendré que alimentar. La historia que usted me ha contado, oída de sus labios, suena bien, porque usted ve y pinta las cosas de cierto modo, a su manera de hombre que sabe hablar.Pero ahora tengo que repetírmela yo so lo, a la manera mía, con las palabras que a mí se me pueden ocurrir, y no sé qué iré a sacar en limpio. Si bueno para mí, ya lo buscaré para darle las gracias; pero si no vuelve a verme, diga que me ha hecho el mayor mal que haya podido desearme.
Y se marchó
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Publicado por AiSUR
Premio Nacional de Periodismo Necesario