Casas Muertas Portada
La más exitosa novela del laureado escrito venezolano Miguel Otero Silca: Es de una descripción del declive de Ortiz, un pueblo en los llanos centrales del país, debido a las continuas muertes por severas epidemias de paludismo y la emigración de sus habitantes hacia las grandes ciudades y las zonas de producción petrolera. La novela ilustra el proceso en el cual los "pueblos tristes" de Nuestra América sometidos a intereses externos fueron víctimas de un falso progreso y de una modernización desigual y desintegradora.
Narrada magistralmente a través de la historia de amor de Carmen Rosa y Sebastián, la novela se basa en hechos y personajes reales del pueblo de Ortíz, Estado Guárico. Ortiz, que a finales del siglo XIX fue una ciudad pujante hasta que fue deborada por la epidemia del paludismo. He aquí fragmentos de esta gran obra:
Casas Muertas
De Miguel Otero Silva
Fragmentos
La señorita Berenice, no obstante su total adhesión a la insurgencia cívica de los estudiantes de Caracas, no obstante su indignada congoja por saberlos presos y engrillados, se mostraba en desacuerdo absoluto con esos alzamientos armados y mucho más aún con el proyecto de Sebastián.
-La guerra civil -gemía con un horror casi supersticioso- es la causa de todos nuestros males. Si Ortiz está en escombros, si la gente ha huido, si la gente se ha muerto, todo pasó por culpa de las guerras civiles. Dicen que fue el paludismo, que fue el hambre, que fue la ruina de la agricultura y de la ganadería. Pero, ¿quién trajo el hambre? ¿quién trajo el paludismo? ¿quién arrasó los conucos? ¿quién acabó con el ganado?
Y se respondía ella misma:
-La guerra civil. Aquí había mosquitos siempre y nos picaban siempre sin que nos diera paludismo. Pero los soldados jipatos que venían en campaña desde el Llano se paraban en Ortiz. Y se paraban en Ortiz los que iban a perseguir las revoluciones de Oriente y los que venían de Oriente en revolución. Ésas fueron las sangres que envenenaron a nuestros mosquitos, que nos trajeron la perniciosa y la muerte.
Era difícil interrumpirla entonces:
-Las guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotearon y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara con lo poquito que quedaba en pie.
El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:
-Berenice (era la única persona en el pueblo que la llamaba Berenice a secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil como sistema, pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino echar plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los hombres dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están en la cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba, se mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los golpes.
Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir una y otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarreaban, acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.
-Y ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa -concluyó desolada.
-A mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta –dijo Sebastián.
Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el umbral le preguntó la maestra:
-¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?
-Así lo pienso -respondió Sebastián con firmeza.
La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la luz de la lámpara de carburo del señor Cartaya, Sebastián encontró un revólver.
Era un Smith y Wesson anticuado, de cacha nacarada y largo cañón, cargado con seis desmesuradas balas negruzcas.
¿De dónde diablos sacaría la señorita Berenice, toda blanca y serena como una bandera de paz, aquel anacrónico, imponente, espantoso revólver?
Por otra parte, sucedió algo que la hizo meditar. Ortiz derrumbada seguía siendo hito forzoso en el camino de los Llanos. La carretera atravesaba su antigua calle real, enfrentándose a un decorado de escombros y hombres llagados. Los viajeros que la cruzaban por vez primera miraban hacía las ruinas con asombro, a veces con espanto, sobrecogidos bajo la sensación de desembocar inopinadamente en un mundo fantasmagórico.
Camino de El Sombrero, en automóviles de alquiler o en camiones de carga, pasaban con frecuencia mujeres que venían desde Valencia, desde Caracas, desde más lejos. Entre Ortiz y El Sombrero se extendía una
sabana que la señorita Berenice designaba con un nombre bíblico: El valle de las lágrimas. Así le decía porque esas mujeres que la cruzaban, madres, hermanas, esposas o queridas de los presos, iban llorando con una tenue lucecita de esperanza en el cristal de las lágrimas y volvían llorando lágrimas opacas y oscuro desaliento.
Carmen Rosa las veta desfilar desde la puerta de la escuela de la señorita Berenice. Casi siempre eran mujeres de pueblo -¡cuántos sacrificios, cuánta hambre, cuántos portazos despectivos para lograr reunir el dinero que costaba aquel largo viaje!-, envueltas en pañolones de tela
burda, secándose las lágrimas con humildes pañuelos de algodón. Emprendían la dura jornada «a ver si lograban verlo», «a preguntar si todavía estaba vivo». Y volvían sin haberlo visto y sin haber obtenido respuesta a sus preguntas.
Raras veces se detenían en aquel pueblo desierto y doloroso. Pero aquella vez lo hizo un automóvil canijo, un viejo Ford destartalado manejado por un hombre rubio de ojos azules y agudo perfil. Lo acompañaban dos mujeres, madre e hija, casi tan blancas como la señorita Berenice
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Al cuarto día se negó la orina. La mirada anhelante buscaba vanamente en el peltre blanco un rastro de cualquier color. Los ojos acerados del padre Pernía, las pupilas cansadas del señor Cartaya, también se aferraban al círculo blanco donde estaba escrita una sentencia inapelable.
Sebastián lo comprendía perfectamente. Así se había extinguido su compadre Eleuterio, en Parapara, seis meses antes. Después que se secaba el manadero negro, sólo restaba acostarse de espaldas y esperar la muerte mirando las vigas del techo. Cartaya y Pernía enmudecían impotentes. Darle quinina era agravarlo, ya lo sabían. La señorita Berenice trajo una jarra de cocimiento de guamacho. El curandero recetó riñón de cochino disuelto en agua caliente. Pero la orina no volvió. Las pupilas envenenadas de Sebastián se habían reducido a un punto negro, diminuto y fijo, como los ojos de los canarios.
Se estaba muriendo, sí, pasó dos días con sus noches muriéndose, pero no perdía la conciencia del trance, no dejaba de ser Sebastián Acosta sino cuando escapaba hacia la bruma enloquecida del delirio. Por el contrario, calculaba los pasos de la muerte con una precisión despiadada. Ya estaba en las calles de Ortiz esperándolo. Vino en su busca desde los túmulos abandonados del viejo cementerio. Estaría sentada ahora en los bancos de la plaza, soportando por culpa suya el arañazo del sol en los huesos desnudos. Del campanario de la iglesia volaría espantada una lechuza de cara chata. El próximo domingo, quizá el lunes, sería su entierro. Carmen Rosa lo lloraría mucho tiempo y cortaría cayenas y flores de capacho para su tumba.
-Yo no me quiero morir a los veinticinco años ¡carajo!
Estaba solo con el padre Pernía y dirigía a él las palabras destempladas, desafiantes, como si el cura tuviese la culpa de cuanto estaba sucediendo. Pero el padre Pernía respondió humildemente, con los ojos aguados:
-Tienes razón, hijo, tienes razón.
El moribundo cerraba los ojos y veía mosquitos brillantes titilando sobre un diminuto cielo oscuro. Y no vio nada más. Se desplomó en una larga postración insondable, obnubilado, casi ciego. Apenas las manos se movían, esbozaban gestos, se abrían en una diástole temblorosa. De esas manos no separó Carmen Rosa la mirada en las últimas horas. En ellas se había refugiado la vida de Sebastián como en un reducto postrero, como en un empeño desesperado por no apagarse. ¿Y si esa pequeña vida triunfaba en batalla desigual y heroica, reconquistaba el cuerpo vencido, echaba a andar de nuevo el recio corazón y devolvía la luz a los valientes ojos negros?
-Ya está agarrando las sábanas -dijo desconsoladamente a su espalda la señorita Berenice.
Las manos de Sebastián, cual las de un ciego, tanteaban temblequeantes los bordes de la sábana, tamborileaban con dos dedos sobre la costura blanca. Después de aquello, bien lo sabía la señorita Berenice, se escucharía el áspero estertor de la muerte.
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En aquel mediodía caliente y sordo se percibía más hondamente la yerma desolación de Ortiz, el sobrecogedor mensaje de sus despojos. No transitaba un ser humano por las calles, ni se refugiaba tampoco entre los muros desgarrados de las casas, cual si todos hubiesen escapado aterrados ante el estallido de un cataclismo, ante la maldición de un dios cruel. Apenas, desde un rancho miserable, llegaba el estertor de un hombre que sudaba su fiebre agarrotado entre los hilos sucios de su chinchorro. A su alrededor volaban sosegadamente las moscas, moscas verdes, gordas, relucientes, único destello de acción, única revelación de vida entre los terrones de las casas muertas.
Cuando el camión pasó frente a la última pared tumbada y enfiló hacia la sabana parda, dijo doña Carmelita:
-¡Qué espanto, Dios mío!
-¡Qué espanto! -respondió Carmen Rosa.
-¡Qué espanto! -repitió Olegario.
Rupert, el trinitario, aceleró el camión y canturreó una canción de su isla:
Sofia went to Maracaibo
¡Bye, bye, Sofia!
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Publicado por AiSUR